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domingo, 10 de febrero de 2013

El Chacón


C/ de Saavedra Fajardo, 16 
Metro: Puerta del Ángel (línea 6)
Cierra los miércoles
Precio de la caña (no hay botellín): 1,30 € (cerveza Amstel)
Tapa: Normalita (ensalada campera con pulpo, patatas alioli, empanada de carne, aceitunas de camporreal con boquerones en vinagre)
Especialidades: Pulpo a la gallega, lacón con grelos, orella con tomate, codillo completo, morcilla, pimientos del padrón, chorizo, callos, queso gallego...




               
 De mi niñez recuerdo pocos momentos concretos. En el mejor de los casos, el tiempo los acaba sepultando  y, en el peor, la memoria reconstruye nuevas realidades a base de fragmentos distorsionados que nunca han acaecido. Pero lo que sí queda impreso, a fuego, es un escenario vital tejido por percepciones, visiones, olores e incluso alucinaciones que tienen la fuerza necesaria para dotar a un individuo de una identidad diferenciada. En ese laberinto no escrito encuentro desarchivada la intensa evocación de los veranos, esos veranos madrileños anegados en luz, asfixiados en polvo, alquitrán y pinos; dormitando un sueño de chicharras y niños empapados por globos de agua. De esa nebulosa rescato algún que otro sábado en la piscina municipal del Lago...con el opresivo olor a pies de los vestuarios, el cloro encubriendo meadas furtivas y mi padre engullendo trozos de empanada regados con Mahou. Aquel tiempo se medía con otros parámetros...el tiempo de los niños, no de los adultos.

Otro ritual era el cocido de mi abuela María. Un cocido arrebatado, en tres vuelcos, con garbanzos de Pedrosillo, calabaza y pringá. Pero antes de comer, era obligado el paso de rigor por el Chacón. Una institución enclavada en la frontera de Puerta del Ángel, un templo del exceso en el que los gritos en dolby surround de los camareros  compiten con el berreo constante de una turba hambrienta de colesterol. Por aquel entonces yo pugnaba por alcanzar la barra entre codos, culos y poyas que asediaban mi cabeza. Yo veía todo aquello atónito, con el asombro de un crío que aún no ha visto Roma de Fellini. Con el tiempo te das cuenta de que no es así, de que los libros, las películas, las situaciones y lugares de entonces no son tan asombrosos ni grotescos, o que lo son aún más. 
El Chacón sobrevive con solvencia a la crisis aprovechando la demanda rígida de sus viandas. Cada seis meses suelen subir los precios y, aún así, sigue estando lleno. Para quien no conozca el garito, decirle que no se diferencia mucho de las tascas que jalonaban el centro de Madrid hace unos veinte años. Como ya quedan pocas que no hayan desaparecido o sucumbido a la modernidad, al novato le parecerá de lo más pintoresco. 

 

Cinco murales con motivos absurdo-pastoriles revisten la única pared del mesón que no es barra. Tras ella, de tres a cuatro camareros a los que el barrio ha visto envejecer, rebuznan "!!!!cachelos!!!!!" a la cocina, cada 10 o 20 segundos, aunque nadie haya pedido nada. Sólo un filipino al que se le está poniendo cara de ferrolano desentona en el asunto (aunque cada vez menos). Entre el gentío embriagado, con una destreza admirable, el doble oficial de Alfredo Landa en el barrio, reparte bandejas pantagruélicas a los afortunados que han cazado alguna de las cuatro mesas que hay. Un loro Sanyo, cuyos huecos para meter cassettes parecen rellenos de lacón, canta gol en la Condomina mientras la salsa de tomate que lleva la oreja riega la cabeza de un niño que juega a los tazos con lonchas de pulpo. 
Los vecinos acuden a diario con peroles para llevarse la vitualla a casa. Normalmente bajan los maridos y aprovechan para tomarse una cañita o un chato. De aperitivo...patatas con pomada (como llama el Lolo a las ali-oli) o una especie de ensalada campera anegada en aceite.

Recientemente han colocado un reloj digital que, como si se tratara de un Casio maya, parece marcar la cuenta atrás para el fin del mundo. 
Y entre lectura y lectura de todas y cada una de las baldosas que decoran la barra con chascarrillos machistas, uno cree perder la cuenta de las jarras de ribeíro bebidas, aunque el camarero no.
En general, uno siempre exagera cuando de tópicos se habla, pero en el caso de las tascas madrileñas que aún quedan en pie, siempre se queda corto. 
Los colegas no frecuentamos el asunto porque allí se va a comer y para tomarse un par de cañas supone demasiado estrés, pero sabemos que está ahí, desde siempre...
Puede que el día que el Chacón cierre tengamos que empezar a presignarnos.

Arnyfront78

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