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lunes, 14 de abril de 2014

Muñiz

C/  de Calatrava, 3
Botellín: 1,40€ (Mahou)
Caña (corta): 1,40€ (San Miguel)
Tapas: brocheta de pollo y trigueros, canapeses, pollo al cava con arroz...
Especialidades: el vermut y el vino, bravas, ali-oli, tortilla, oreja, zarajos, croquetas, ensaladilla rusa, pimientos de padrón, huevos rotos, empanada, chistorra, pincho moruno... bocatas a 4 y 5€


  
El vermú, ese elixir parduzco y embriagador, gana adeptos a la par que los pierde. Me explico... a él se acercan quienes, como tú, yonki del golferío madrileño, ha descubierto una alternativa  a la caña para echar espumarajos por la boca las mañanas de finde. El vermú se puede beber a cualquier hora, pero parece que sabe mejor antes de comer. 
Si los ingleses han preservado su té a las seis de la tarde, nosotros teníamos el vermú de media mañana como litugia sacro-castiza; pero esa costumbre se ha ido perdiendo entre aquellos que hacen de los bares patria, para convertirse en una bebida residual, casi un refresco, que sobrevive gracias a la curiosidad de los neófitos y a las pulsiones excéntricas de quienes siguen rutas gastronómicas (la del vermout, la de la tortilla, las de las tostas con reducciones de Pedro Ximenez...) auspiciadas por suplementos de ocio y por blogueros patrocinados. Sinceramente creo que hay que volver al vermú sin mariconadas... a gañote. Las merlas de vermú son bastante graciosas y, aunque sea más caro que la caña, al final te gastas más o menos lo mismo, ya que necesitas menos cantidad para acabar potándote en las bambas. Ni sé, ni me importa en qué puesto del ranking de vermús de la capital situarían los entendidos el del Muñiz ; sólo sé que entra demasiado bien. 

Asador de bichos alados, churrería de porras rufas, bazar de ripios y arcanos y de vez en cuando bar... el Muñiz es, sin duda, avituallamiento en la lúbrica calle Calatrava. Recuerdo la lenta e inclemente decadencia de la Puerta de Toledo a finales de los ochenta... chutas ensangrentadas entre los coches, viejas echando cubos de agua sucia a las alcantarillas, via crucis de quinquis con venas de poliéster, olor a gato y a naranjas podridas. Entonces el Muñiz ya era referencia en vermús, chatos y pajaritos fritos. Ya no frien pajaritos (que yo sepa)... el genocidio de aves cantoras dejó de ser tolerado (en la ciudad), cuando supimos como se cazan con liga (encolando los árboles y arrancándoles las patas). Pero seguro que bajo cuerda aun puedes encontrar sitios donde comer zorzales churruscados, carpaccio de lince, manitas de koala y criadillas de unicornio. 

No voy a negar que uno de los atractivos del Muñiz radica en su ambiente ecléctico. Entre semana es territorio canalla de vecinos de la Fuentecilla, de brasas que se entrometen en conversaciones ajenas, de misántropos que glosan el Marca, de gitanos que almonedan rosarios y legañas, de alientos a chinchón y Ducados y de quites y capotazos a tapas que neutralizan la eficacia del Almax. Esa obstinación proscrita que convierte a este tugurio en patrimonio de la humanidad para todos aquellos que pasamos de la Unesco, afloja, se vuelve laxa durante los fines de semana con la invasión del ejército del buen rollo que vive el rastro como un raid de orientación. Las mismas huestes que propagan esa frivolidad casi ideológica (o absolutamente ideológica) que juzga a los hombres en función del precio de sus zapatillas y del número de amigos que tengan en Facebook. 

Creo que si Emile Cioran hubiese cañeado en La Latina y presenciado la autocomplaciente exhibición de amistades por horas y amores fatuos que tiene lugar cada fin de semana, habría reconfortado a su atormentada empatía por la miserable condición humana, ya que la calma de la analgia amortigua, sin duda, la devastadora sensación de soledad que transmite presenciar la impostada felicidad ajena. Encima se ha puesto de moda ir los domingos al mediodía cuando el chef Matías se curra tapas de lo más creativas para ser una churrería: risotto con pollo al cava, mousaka, brocheta de pollo con trigueros... para qué queremos más... heteros rasurados con pintas de grumetes de Jean Paul Gaultier y divinas botuladas con grasa de pollo jugando a ser los más castizos del lugar.  

En las fiestas de La Paloma, el Muñiz se engalana para atender a las mocitas más viciosas y a chulapos de corta y pega bajo farolillos de verbena y luciernagas borrachas. Pura parafernalia de tradiciones en vías de extinción para una fiesta, cada vez más desarraigada (salvo en las inmediaciones de la basílica donde los vecinos organizan su propio sarao), que el consistorio y los propios bares se afanan en destruir a base de barras cutres, precios inaceptables, multas a los bebedores autónomos y las Icona Pop torturando al personal. Menos mal que hay drogas.

 ¡Apretujarse toca!... que las raciones están a buen precio y saben mejor que parecen. 
¡Al fondo hay sitio!... dicen los camareta del Muñiz y Sheena Shaw cuando dilata.



Arnyfront78

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