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viernes, 9 de mayo de 2014

Bar Prado

Corredera Alta de San Pablo, 6
Metro: Tribunal (líneas 1 y10)
Botellín: 1,40€ (Mahou)
Caña: 1,30€ (San Miguel)
Vermú: 1,90€ (Cañí)
Tapas: papas con chistorra, paella, empanadillas congeladas, ensaladilla rusa, champis...
Especialidades: minis, bocatas, alitas, morcilla, gambas al ajillo, croquetas caseras...


Cuando hace apenas un año nos embarcamos en esta aventura chuza y gamberra de beber mucho y escribir a ratos, teníamos claro que el propósito no era hacer una guía al uso. Para buscar restaurantes formidables, tabernas cuquis y bares en los que petar a base de jarrotes y aperitivos ingobernables, ya tenéis multitud de webs y blogs de gran utilidad que nosotros leemos con interés y respeto. Gracias a esa amplia red informativa hemos descubierto bares fascinantes y descabellados que ahora frecuentamos. Pero hay muchos otros, la mayoría, que quedan fuera de juego. Bares que a nadie importan, que nadie busca en internet pero que son la médula espinal de este país que vive en la calle porque, sin duda, es más sustancioso que estar en casa. 

Hablo del bar de la esquina, el del primer café de la mañana, el que tiene el nombre del dueño o del pueblo donde nació, a donde bajas a comprar tabaco y a ver el partido atragantado por unas bravas. Todos esos bares irremediablemente anónimos, postergados por la virtud y desdeñados por causa de la manifiesta desidia o de la ingrata rutina, iluminan y maquean las calles, plazas y avenidas de nuestros pueblos y ciudades. Precisamente el hecho de que sigamos bajando al bar a tomar la caña, el chato o el café de rigor, a pesar de que nos cueste el triple que en casa, es lo que nos diferencia de esa Europa madrugadora y estreñida que observa con asombro como en el sur la vida siempre se abre paso a pesar de las dificultades... la escuela de calor... calor climatológico y humano. 

Hace un par de años estuvimos en ese espectacular y panorámico departamento francés que es Normandía. Lo más alegre de aquellas hermosas tierras es el cementerio de los caídos alemanes... por aquello de que ya no se volverán a levantar. No he visto gente más sosa, pálida y disciplinada en mi vida. El resto septentrional del continente... tres cuartos de lo mismo, ya han cenado cuando nosotros estamos con los postres. 
De ahí, mi sincero homenaje a todos esos hombres, mujeres y grifos que con su esfuerzo diario, escasamente recompensado, no dejan que nos homologuemos a esos cabeza cuadradas del norte que entienden que la vida hay que disfrutarla con reuma y una sonda. 
Un tugurio de esta guisa es El Prado. No nos referimos a la cafetería de la calle Ferraz de la que dimos cuenta hace un par de meses, ni tampoco a la ilustre pinacoteca madrileña, a pesar de que echando un vistazo a su interior se podrían encontrar rescoldos de El aquelarre de Goya, sino a un bar aparentemente corriente pero verdaderamente insólito. 

Ni la oferta de minis de cerveza y sangria, ni el mega proyector comprado para deleite de los yonkis del fútbol son reclamos suficiente para ocupar esta inefable guarida en la que los botellines no están baratos (1,40€), los aperitivos suplican una "solución final" y parece estar decorada por un enemigo del dueño. Sin embargo, desde el primer momento que cruzamos esa fachada monopolizada por el kraken pintado en la vidriera, algo me decía que estaba ante un bar único, excepcional, bendecido por Calíope, poseedor de identidad y predisposición destructiva.  En la primera visita el panorama no podía ser más desolador y magnético a la vez: al fondo dos señoras, cruzando el rubicón del ocaso, en chancletas, legañas con almíbar y sudadera "Adistras", compartían un mini de nacional mientras remolcaban con la cuchara un volquete de ensaladilla rusa. En la pared, se proyectaba el Real Madrid - Almería del día anterior como si fuera un cine-forum. Un señor mayor lo veía dormido. El camarero, un sudamericano con el pelo de Enrique Cerezo, premió nuestra osadía con unas patatas frías con chorizo caliente. 

A nuestra derecha, postrada sobre la barra, una mujer ajada, con el pelo rubio-ceniza pero no de L´Oreal sino de los pitis, agarraba un vaso de tubo con un extraño fluido gris marengo como si le fuese la vida en ello. Confesaba con congoja a otro parroquiano que su madre le había enseñado a despescuezar pollos en el pueblo cuando tenía siete años. Eso, sin duda, marca una vida; si no que se lo digan a Clarice Starling con los corderos. De repente, entraron dos "metal forevers" que se prometieron no volver a lavar los New Caro el día en que los Maiden crujieron la Canciller.  Pidieron la bebida oficial de un heavy: jarra de birra helada... sin aperitivo... por supuesto... comer es de nenazas. 
Todo en general iba adquiriendo matices esperpénticos, lisérgicos, casi místicos.... cajas y barriles desperdigados, "Jungle Jane" y "La diligencia" tragando y escupiendo leuros, estampas religiosas, vasos que se caían cada cuatro minutos, un lienzo de inspiración naif que bien podría representar la plaza de al lado (San Ildefonso) o la plaza del campanile de Florencia e incluso una remesa de tercios de True Blood por si se deja caer Bill Compton. 

La segunda visita de hace una semana no fue tan bizarra; seguramente porque estuve menos tiempo y bebí con moderación. No obstante el ambiente era igual de espeso y atemporal. Creo sinceramente que El Prado es un ovni perteneciente a una civilización arcaica que se ha quedado atrapado en un planeta, Malasaña, demasiado sofisticado para su subsistencia. Y en ese ovni hay marcianos, o tal vez seres humanos, como tú o como yo, que no tenemos cabida en ese mundo de guapos y guapas. 

Arnyfront78

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