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viernes, 25 de abril de 2014

Triana

C/ Narvaez , 48
Metro: Ibiza (línea 9)
Caña (no hay botellín): 1,50€ (Amstel)
Tapas: papas fritas con chori, lacón o pollo empanao, tortilla, boquerones en vinagre, anchoas, canapeses, gambas cocidas...
Especialidades: salmorejo, fritura andaluza, tostas, cazón en adobo, flamenquines, boquerones fritos, croquetas de ibéricos y de carabineros, huevos rotos (con jamón ibérico, gulas, chistorra, chanquetes y pimientos asados, trigueros y boletus...), mini-burgers e buey, habitas con jamón y chopitos, pluma, presa y secreto de bellota, tortillas de camarón, berenjenas rebozadas con salmorejo, parrillada de carnes, lomo de buey, pulpo a la plancha con mousse de patata, lomo de merluza, chipirones en su tinta....
Menú del día muy apreciado a 11€ (a elegir entre cinco primeros y segundos)



En estos tiempos tan condicionados por las expectativas de fortuna o, simplemente, de subsistencia, los bares y restaurantes empeñan su ser o no ser a la aquiescencia de los consumidores. Dicha conformidad se reduce a ocupar la barra, mesa o incluso el taburete apostado en la puerta, a beber y comer a gusto y a soltar la panoja que hace que este artificio llamado "economía de mercado" funcione. Al igual que en la industria del cine, el empresario hostelero quiere taquillazos como los de James Cameron, Michael Bay, Luc Besson o Rob Cohen traducidos en mariscadas obscenas, reservados con fulanas y cuentas a cargo de la empresa. No parece importar mucho qué diga el Boyero de turno sobre tu negocio si va viento en popa. Realmente.... ¿a quién coño con un mínimo de personalidad y determinación puede condicionarle que un crítico escriba que en tal sitio el Marqués de Riscal debería estar a tres grados menos de temperatura de lo que lo sirven o que un bloguero, como yo, afirme que las albóndigas de no sé dónde saben a escroto de indigente? 


Por eso la gente, que al final es menos tonta de lo que creemos, abarrota sitios que cuentan con la displicencia, la aversión e incluso la beligerancia de aquellos que escribimos porque nos aburrimos. No es verdad que el cliente siempre tenga razón (casi nunca la tiene) y que sus elecciones no estén sujetas a estímulos groseramente inducidos por la propia dinámica de consumo; pero el hecho empírico de ir a un sitio, disfrutarlo o sufrirlo y repetir o no volver en la puta vida es mucho más inteligente y honesto que depender de criterios exógenos. Hay santuarios aclamados por los imanes gastronómicos que a la hora de la verdad, sus salones parecen un concierto de Dyango en el campo 3 del Makalu... no hay ni cucarachas a las que entretener. El prestigio en la hostelería sólo es útil si al datáfono le salen agujetas de tanto currar. Quien está seguro de su trabajo o, por lo menos, de su esfuerzo, no necesita reconocimientos. Todo lo demás son egos insatisfechos. 
La taberna andaluza Triana es uno de esos sitios que no espera una estrella Michelín. El cazón en adobo, los flamenquines, las croquetas de carabinero y el salmorejo, presentados de forma sencilla y tradicional, no gozarán jamás (ni falta que les hace) del reconocimiento de una crítica hipnotizada por las argucias prestidigitadoras de la cocina moderna. 

Lo que sí parece importar es que el cliente salga satisfecho para que vuelva. A veces, incluso con tanto ahínco que puede ser abrumador para los que rehuimos de los sobre esfuerzos. Pero que la táctica funciona es innegable. Todos los días y a todas horas hay lechuzos picando de aquí y allá... por aquello de que a los bares se va para comer sin hambre y beber sin sed. 
La verdad es que se está a gusto en este patio andaluz cubierto por tejas y vigas de madera, revestido de azulejos nazaries, fotos de Triana, carteles taurinos y capachos con rosas. Se come en mesas recoletas, sobre sillas de enea o pendiendo de taburetes en torno a barricas. Y todo (o casi todo), acaba agradando (a la mayoría) o conformando (a los más exigentes), de acuerdo a unos precios que no son como para invitar a una familia del Opus Dei, pero sí como para darte un homenaje con tu chica/o. También se puede ir a enchuzarse con empeño sin necesidad de pedir raciones. Las tapas suelen ser generosas (unas gambitas, papas fritas con lacón, tortilla...). Pero eso sí... pídete un tercio o un doble porque la caña es un dedal... un hincha del Bayer se la daría a beber a su pene. 


Parece ser que el menú de medio día (a 11€) es una buena opción para tantear su cocina sin gastarse gran cosa. Un inconveniente, como le sucede a la mayoría de bares de la zona, es el espacio... sold out a partir de media tarde, cuando empiezan a salir de las oficinas.  Ahora una reflexión... ¿por qué buenas tabernas como Triana, El Rincón de Jeréz, El Pescaito, Entre Cáceres y Badajoz, etc... se empeñan en sobrepasar la fina línea que divide el folclore del esperpento? ¿ por qué remedar la puesta en escena de un sketch de Los Morancos? Los tópicos siempre son una pésima elección... sobre todo si tengo que tragarme un cd entero de Niña Pastori. 
Andalucia es mucho más que cuatro señoritos tomando fino y jamón a la sombra de un naranjo, hablando de lo humano y lo divino mientras los morenos recogen sus aceitunas.

Arnyfront78









lunes, 14 de abril de 2014

Muñiz

C/  de Calatrava, 3
Botellín: 1,40€ (Mahou)
Caña (corta): 1,40€ (San Miguel)
Tapas: brocheta de pollo y trigueros, canapeses, pollo al cava con arroz...
Especialidades: el vermut y el vino, bravas, ali-oli, tortilla, oreja, zarajos, croquetas, ensaladilla rusa, pimientos de padrón, huevos rotos, empanada, chistorra, pincho moruno... bocatas a 4 y 5€


  
El vermú, ese elixir parduzco y embriagador, gana adeptos a la par que los pierde. Me explico... a él se acercan quienes, como tú, yonki del golferío madrileño, ha descubierto una alternativa  a la caña para echar espumarajos por la boca las mañanas de finde. El vermú se puede beber a cualquier hora, pero parece que sabe mejor antes de comer. 
Si los ingleses han preservado su té a las seis de la tarde, nosotros teníamos el vermú de media mañana como litugia sacro-castiza; pero esa costumbre se ha ido perdiendo entre aquellos que hacen de los bares patria, para convertirse en una bebida residual, casi un refresco, que sobrevive gracias a la curiosidad de los neófitos y a las pulsiones excéntricas de quienes siguen rutas gastronómicas (la del vermout, la de la tortilla, las de las tostas con reducciones de Pedro Ximenez...) auspiciadas por suplementos de ocio y por blogueros patrocinados. Sinceramente creo que hay que volver al vermú sin mariconadas... a gañote. Las merlas de vermú son bastante graciosas y, aunque sea más caro que la caña, al final te gastas más o menos lo mismo, ya que necesitas menos cantidad para acabar potándote en las bambas. Ni sé, ni me importa en qué puesto del ranking de vermús de la capital situarían los entendidos el del Muñiz ; sólo sé que entra demasiado bien. 

Asador de bichos alados, churrería de porras rufas, bazar de ripios y arcanos y de vez en cuando bar... el Muñiz es, sin duda, avituallamiento en la lúbrica calle Calatrava. Recuerdo la lenta e inclemente decadencia de la Puerta de Toledo a finales de los ochenta... chutas ensangrentadas entre los coches, viejas echando cubos de agua sucia a las alcantarillas, via crucis de quinquis con venas de poliéster, olor a gato y a naranjas podridas. Entonces el Muñiz ya era referencia en vermús, chatos y pajaritos fritos. Ya no frien pajaritos (que yo sepa)... el genocidio de aves cantoras dejó de ser tolerado (en la ciudad), cuando supimos como se cazan con liga (encolando los árboles y arrancándoles las patas). Pero seguro que bajo cuerda aun puedes encontrar sitios donde comer zorzales churruscados, carpaccio de lince, manitas de koala y criadillas de unicornio. 

No voy a negar que uno de los atractivos del Muñiz radica en su ambiente ecléctico. Entre semana es territorio canalla de vecinos de la Fuentecilla, de brasas que se entrometen en conversaciones ajenas, de misántropos que glosan el Marca, de gitanos que almonedan rosarios y legañas, de alientos a chinchón y Ducados y de quites y capotazos a tapas que neutralizan la eficacia del Almax. Esa obstinación proscrita que convierte a este tugurio en patrimonio de la humanidad para todos aquellos que pasamos de la Unesco, afloja, se vuelve laxa durante los fines de semana con la invasión del ejército del buen rollo que vive el rastro como un raid de orientación. Las mismas huestes que propagan esa frivolidad casi ideológica (o absolutamente ideológica) que juzga a los hombres en función del precio de sus zapatillas y del número de amigos que tengan en Facebook. 

Creo que si Emile Cioran hubiese cañeado en La Latina y presenciado la autocomplaciente exhibición de amistades por horas y amores fatuos que tiene lugar cada fin de semana, habría reconfortado a su atormentada empatía por la miserable condición humana, ya que la calma de la analgia amortigua, sin duda, la devastadora sensación de soledad que transmite presenciar la impostada felicidad ajena. Encima se ha puesto de moda ir los domingos al mediodía cuando el chef Matías se curra tapas de lo más creativas para ser una churrería: risotto con pollo al cava, mousaka, brocheta de pollo con trigueros... para qué queremos más... heteros rasurados con pintas de grumetes de Jean Paul Gaultier y divinas botuladas con grasa de pollo jugando a ser los más castizos del lugar.  

En las fiestas de La Paloma, el Muñiz se engalana para atender a las mocitas más viciosas y a chulapos de corta y pega bajo farolillos de verbena y luciernagas borrachas. Pura parafernalia de tradiciones en vías de extinción para una fiesta, cada vez más desarraigada (salvo en las inmediaciones de la basílica donde los vecinos organizan su propio sarao), que el consistorio y los propios bares se afanan en destruir a base de barras cutres, precios inaceptables, multas a los bebedores autónomos y las Icona Pop torturando al personal. Menos mal que hay drogas.

 ¡Apretujarse toca!... que las raciones están a buen precio y saben mejor que parecen. 
¡Al fondo hay sitio!... dicen los camareta del Muñiz y Sheena Shaw cuando dilata.



Arnyfront78

viernes, 4 de abril de 2014

Casa de Valencia

Paseo del Pintor Rosales, 58
Metro: Argüelles (líneas 3, 4 y 6)
Especialidades: arroces (paella mixta, valenciana, huertana, marinera, de verduras, negro, a banda, senyoret, con bogavante, con langostinos, con chipirones y ajetes, con carabineros meloso en caldero, caldoso de rape y almejas), fideua, escalibada de bacalao, vieiras gratinadas, cocochas de merluza al pil-pil, salmonetes de roca, habitas tiernas con jamón de jabugo, fritura levantina, chopitos encebollados, desgarrat de bacalao con pimientos y cebollitas, surtido de verduras a la plancha, pimientos del piquillo rellenos de marisco, bacalao marinado, ensalda de bogavante, perdiz ecabechada, tournedo rossini, nido de helado valenciano con crema de chocolate caliente, profiteroles, sorbete de mandarina y de higo, tarta de naranja, leche frita...



La persistente discusión sobre lo qué es y no es una paella es quizá el mejor ejemplo, aunque no el único, de las cotas de estupidez que alcanza el fanatismo gastronómico. No son pocos los yihadistas levantinos que, invocando la tradición, el buen hacer y, sobre todo, la pureza, dan lecciones magistrales de irritante precisión. Al final siempre extraen la misma conclusión a la hora de juzgar paellas ajenas: "no es como la de mi madre, como la de mi abuela y, por supuesto, tampoco como la mía"... para este viaje no necesitamos alforjas.  

El talibán paellero, además de coñazo, es dogmático e intolerante. Sale por ahí en busca de paellas que desprestigiar. En cada dentellada tiene presentes los ingredientes, el recipiente, la preparación, el reposado, etc...;  imparte cátedra entre el resto de comensales amargándoles el banquete... y, como no es suficiente, ejerce el vituperio en internet lanzando fatwas contra aquellas paellas que no son de su agrado, es decir, todas. Y, paradojicamente, en vez de concluir que al ir a un restaurante no debería pedir paella, ya que nunca va a estar al nivel de su exigencia, insiste una y otra vez en un claro acto de masoquismo sádico en el que el placer que obtiene desacreditando supera a la reiterada decepción. 

  
Yo, a diferencia de mi bloder el Lolo que echa onzas de chocolate a las pizzas con chorizo, no soy amigo de riesgos en el plato. Pero exigir una especie de limpieza étnica a la comida resulta denodadamente hortera. Si la cocina de aquí es en la actualidad referente y vanguardia en el panorama gastronómico internacional es  gracias a la osada perspicacia de una generación de cocineros (no tan insurrectos como pícaros), aburrida de esa cocina canónica de volovanes, soufflés, aspics, rellenos churriguerescos y cochinillos mordiendo manzanas.  

Probablemente dicha inflexión sólo consista en poner la técnica al servicio de la imaginación y la materia prima, en vez de someter el plato a rigores trasnochados. Las normas están fundamentalmente para incumplirlas. Sólo una civilización que arriesga, prospera. 
La Casa de Valencia ofrece un surtido incontinente de arroces que aquí puedes llamar paellas (aunque lleven chistorra y gominolas), pero en Valencia no... ni se te ocurra. Recientemente fuimos allí un destacamento hambriento para probar esos arroces que los blogueros juzgan con indulgencia y saña.  

Puede que fuese por los torrentes de priba que aturdían mis neuronas o porque no entiendo de análisis cuando tengo hambre, pero comí hasta el último grano que había en plato y me hubiera comido dos más... platos, no granos. Si pedimos poco es porque es caro tratándose de arroz. La autopsia de la cuenta revela lo arriesgado del asunto. Que el pan (blandengue) cueste 2,5€ habría sido motivo de alzamiento en el siglo XVIII. En las croquetas el jabugo estaba en espíritu. Estuve a punto de preguntar qué llevaba la masa ya que necesito fijar unos baldosines del baño que se han caído. 

Al mismo tiempo liquidamos una sepia con ajo y perejil que fue del agrado de todos... sobre todo tres horas después... re-merendando a lo dromedario. Los postres no eran muy allá, salvo la leche frita. Y tuvieron el detallazo de sacarnos un plato de frutos secos custodiado por un porrón con licor y de no cobrarnos los digestivos que pedimos cuando flojeaban las piernas. Sin duda el plato estrella, en sus distintas modalidades, es el arroz... con el grano suelto y acompañado de un ali-oli sulfúrico... en fin, se me hace la boca agua. 

El resto de platos no sé si están a la altura, pero merece la pena el desembolso por el simple hecho de entrar en el local y respirar esa atmósfera que evoca a las marisquerías de vía de servicio de principio de los 80. ¿Quién no ha ido a un bodorrio, bautizo o comunión a un sitio así... con aparcacoches, fräuleins adiestradas que te guardan el abrigo, camareros genuflexos, acuarios con bogavantes y la ornamentación atrabiliaria del palacio del Canto del Pico de Torrelodones?  Sitios así, indudablemente, tienen sus público; ya sea por la calidad de sus platos o porque la fuerza de la costumbre de la burguesía herrumbrosa tiene connotaciones patológicas.
 
En la medida que el alcohol expiraba en los vasos, los ojos detenían partículas de luz y polvo filtradas a través de la vidriera, el olfato detectaba efluvios del ocedar que encera las maderas, el oído cedía al chirriar de cubiertos que rallan la loza, y el juicio, abandonado a la única libertad que es la de la embriaguez, retornaba por un momento a la infancia, a aquella España ingenua, obsesa y acomplejada en la que el lujo era bajar de un Mercedes 190, a las puertas de Bocaccio, escoltado por una querida llamada Ketty con el pelo cardado y abrigo de astracán.
 
Dos mesas más allá, sacados de un fotograma de "Mamá cumple cien años", una simpática ancianita soplaba las velas de su 173 cumpleaños asistida en el esfuerzo por sus nietos prejubilados. "El último cumpleaños de la yaya"... piensan, pero el año que viene volverán a "La Casa de Valencia" para celebrar que la puta abuela, con su cruel supervivencia, envejece al resto de la familia. 
 
Son casi las seis y media de la tarde. Hora de irse. Han sido tres fantásticas horas de cocción a fuego lento rodeado de buenos amigos. Creo que eso debería bastar, sea o no una paella de diez. Cuando uno expira sus días postrado en una cama, recuerda días así.

Arnyfront78

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Vuelve la afamada fórmula de alcohoy y literatura como guía chusca del Madrid contemporáneo