background sound

martes, 11 de agosto de 2015

Taberna del príncipe

C/ de la Ilustración, 18
Metro: Príncipe Pío (líneas 6,10 y R)
Botellín: 1,40€ (Mahou)
Caña: 1,50€ (Cruzcampo)
Tapas: papas con chorizo, ensalada campera, bolas de patata con queso, revuelto de garbanzos, empanadillitas, tortilla de patata, canapés de pisto y queso, patatas ali-oli...
Especialidades: el menú del día, raciones (lacón a la gallega, rabas de calamar, chorizo frito, oreja, ensaladilla rusa, gambas a la plancha, alitas de pollo, sepia a la plancha...), bocatas (tortilla de patata, lomo a la plancha, pepito de ternera, calamares, pechuga de pollo...)
Menu del día por 9€




Si alguien os preguntase por "La Taberna del Príncipe"... seguramente responderíais... "ni idea" o "me suena que está por la plaza de la Villa" o "junto al Palacio de Oriente" o "creo que pilla al lado del showgirl ese que está en una bocalle de Gran Vía"... Incluso si sois yonkis del shopping y vais a menudo al centro comercial Príncipe Pío es muy probable que no sepais de ella aunque esté a menos de 100 metros. 


Al fin y al cabo los asiduos de los centros comerciales son más de trampantojos franquiciados que de bares con poso y reposo. Los bares con identidad imponen su propia dialéctica; te involucran, quieras o no, en sus microclimas, más o menos opresivos, mientras permaneces en ellos. Las franquicias no exigen sacrificios. Están diseñadas para preservar intacto el ego superlativo de sus clientes que pasan por allí sin dejar más huella que la de manchurrones dactilares en unos cuantos vasos y platos.
La Taberna del Príncipe no pasa inadvertida, su fachada trapeizoidal con un distintivo alicatado demasiado cañí para la zona, da una bienvenida calurosa al neófito. Desde fuera uno se imagina un tablao hechizado, inumerables garrafas de vino de mesa, camareras-cigarreras sin monedas para el cambio ni bragas de repuesto y las espesas duquelas de cantaores al borde del crimen pasional o del suicidio (o de ambas cosas a la vez) flotando en el ambiente. 


Por desgracia, la realidad es más prosaíca. Se trata de una tasca con evidente solera que ahora llevan, de forma muy competente, un sólido clan de mujeres venidas del nuevo mundo. Todas parecen familia y se involucran sin fisuras como una falange de hormigas para sacar adelante el arduo día a día de un bar que abre cuando el sol aún duerme y cierra con la luna por peteneras. Como decía al principio, no han conseguido dar a conocer el negocio para eso de tomar cañas, raciones, tostas, etc... ni siquiera es referente en los alrededores de Príncipe Pío. 

Creo que no han acabado de dar con la tecla adecuada en lo que respecta al cañeo (precio elevado de la cerveza, aperitivo simplemente correcto, carta límitada de raciones y exenta de especialidades por las que darse a conocer...), y sin embargo uno se encuentra muy a gusto en sus mesas y banquetas... en un ambiente mañanero y soleado, con vecinos del barrio que conocen el percal, oficinistas adictos al cortado, rentistas de malas digestiones y alcohólicos que no atinan en la máquina de tabaco. Pero, sin duda, el gallinero se solivianta cuando llega la hora de almorzar. La planta baja, cueva inesperada y sandunguera, se atiborra de hombres con trajes no muy caros, monos y chandals conocedores del menú del día por la pizarra expuesta junto a la entrada. El menú de 9€ y los megabocatas parece que convencen a una clientela que se repite como el ajo. 

Nada especial... buen precio, buena cantidad y guisotes bien ejecutados... han aprendido a cocinar la comida de aquí con las mañas de allá. Y, sobre todo, exhiben un trato correcto, sin prodigalidades ni displicencias... lidiando con algún que otro yonki (de los de verdad, de los de vena y plata) morado tirando a verde que, de vez en cuando, se adentra en el bar, creyendo que es el centro de acogida de San Isidro. Ni el mismísimo Roger Corman hubiera imaginado un guión más turbulento que el pesaroso calvario de esos cadáveres que otrora fueron hombres y mujeres y que ahora arrastran sus osarios del Paseo del Rey a Príncipe Pío en busca de la salud perdida o, en su defecto, de un litro de rosado en tetrabrik con el que reivindicar el legítimo derecho a autodestruirse.

Arnyfront78

miércoles, 15 de julio de 2015

La Ribera del Manzanares

 
Paseo de la Virgen del Puerto, 5
Metro: Príncipe Pío (líneas 6, 10 y R) o Puerta del Ángel (línea 6)
Caña (no hay botellín): 1,20€ (Amstel)
Tapas: mejillones a la vinagreta, chistorra o salchichas con papas, chorizo, salchichón, jamón para los privilegiados.
Especialidades: chuletón, rabo de toro, salmorejo, entrecot de lomo alto, lacón con cachelos a la gallega, chuletitas de lechal, secreto ibérico, chopitos, sepia, bravas, papas ali-oli, gambas al ajillo, ensalada de escalivada, pimientos de Padrón, tostas (de solomillo ibérico, de foie con cebolla confitada, de pimientos asados con ventresca, de escalivada con anchoas, de queso de cabra con cebolla confitada)...
Menú del día por 9€ 

 

Hace un par de años o así, la cafetería Linz cerró sus puertas. El hedor a muerte llegaba hasta el Burger King de la esquina. Viudas de militares, matrimonios in rigor mortis y maras nonagenarias merendaban, diariamente, croissants a la plancha lacerados por los rayos de sol que conseguían atravesar los diques de laca que a duras penas podían sostener pelambreras sulfatadas por décadas de desgaste celular. 


Linz era, sin duda, una cafetería de cuidados paliativos; el punto de encuentro de ancianos o, mejor dicho, de viejos (basta ya de eufemismos), a los que ya sólo les queda la glotonería de media-tarde como aliciente frente a la expectativa de una muerte a cámara lenta. Pero los negocios no entienden de conmiseración. Décadas de arraigo se difuminan en un simple contrato de traspaso. Y así, con una firma en la línea de puntos y una transferencia bancaria, Linz pasó a ser La Ribera de Manzanares. De entrada, los cambios tenían buena pinta... se respetaba la barra elíptica en favor de la amplitud, se quitarón telarañas y se modernizó el look a pesar de ocurrencias algo abstrusas como meter una jodida farola de la calle o maridar a Janet Leigh con la obra de Juan de Herrera. 

Es obvio que los nuevos responsables son conscientes de la privilegiada ubicación del local junto al Madrid Río y la sala La Riviera. Esto permite ciertas licencias a la hora de gestionarlo, ya que la gente acaba entrando por mucho que traten de ahuyentarla. Pero es difícil hacer peor las cosas con tanta potencialidad. Desde el principio, la gestión ha sido un despropósito... atención esclerótica, cocina ramplona, cañas mal tiradas, aperitivos roñosos, personal  desorientado... todo ello denota pereza, desmotivación, ausencia de ideas, mezquindad de esfuerzos... por muy bien que les vayan las cuentas, necesitan la ayuda de Chicote. No sacan ningún partido a un Mercedes poniéndole el motor de una Rieju. 

Al principio, el caos era evidente. Te ponían el mismo aperitivo (mejillones a la vinagreta) ronda tras ronda, nadie te atendía, decenas de platos sucios se apilaban en la zona reservada para los camareros, las moscas sobrevolaban restos resecos... apenas había clientes y, sin embargo, parecía que se acabase de marchar un autobús petado de heavys manchegos. Ahora, la cosa pinta algo mejor, aunque tampoco mucho. No conozco a nadie del barrio (ni de puerta del Ángel ni de Virgen del Puerto) que diga: "vamos a tomar una cañita a La Ribera que ponen unos aperitivos del copón" o "en La Ribera las raciones son y están cojonudas". 

Vivir a costa de una parroquia reducida e inconstante, de viandantes confusos y, sobre todo, de rockeros, hipsters o bakalas que se toman el bocata y la caña en espera de entrar al concierto (si es que no llevan las mezclas hechas en botella de 2 litros), es tan arriesgado como presuntuoso.
Eso sí, todos los veranos se preocupan de poner en la terraza a una camarera voluptuosa que haga olvidar lo que hay sobre la mesa. Este año hay una morenaza trasatlántica con una popa tridimensional que es un imán de fontaneros, encofradores y jubilados románticos. Triquiñuelas, todas ellas,  que despistan durante un rato... lo que tarda en derretirse un helado. 

No sé si les va bien o mal, en cualquier caso les deseo lo mejor... respeto la ley del mínimo esfuerzo, soy un ferviente practicante, pero creo que tampoco haría falta mucho esfuerzo para convertir lo que ahora es una patera en, al menos, una Zodiac.
En su página web se vanaglorian de ofrecer "la cocina y el trato que, los clientes,  sin duda merecemos y esperamos". Si es así, merecemos y esperamos bien poco.... mejillones avinagrados.

Arnyfront78
       

lunes, 8 de junio de 2015

A bar with no name (in Valdemaqueda)

Plaza de España s/n (Valdemaqueda)
Botellín: Mahou (1,10€)
Grifo de Mahou
Tapas: papas revolconas...



Sinceramente, comprendo a quienes creen que pasar el día en el campo es un coñazo. Preparar los bártulos, cargar el coche, recorrer decenas de kilómetros (si no algún centenar) para ir a un área recreativa atestada de parrilleros, comer asediado por moscas y hormigas, siestear bajo coníferas que no dejan de bombardear piñas y orugas y, finalmente, pillar un atasco de tres pares para volver a casa exhausto... no parece un plan del todo cabal. 


Y aún así, muchos madrileños corremos hacia la campiña en cuanto Rebeca Haro reseña un minúsculo solete en su mapa de isobaras, como si fuese a estar en pelotas en el sitio que señala. Tan necesitados estamos de salir de esta necrópolis, aunque sea durante unas horas, que obviamos el hecho de que la naturaleza puede ser mucho más estresantes que el latido hipertónico de la ciudad. Nuestro destino del viernes 1 de mayo fue Valdemaqueda; en busca de un puente romano (que no lo es) sobre el río Cofio que parece sacado de una postal alpina. Definitivamente, el día de los trabajadores ya sólo lo celebran los empresarios. La M-501, la carretera de los pantanos, se ha convertido en un cocedero de neumáticos, testículos y paciencias a su paso por Navas del Rey, gracias a una rotonda construida, claramente, para taponar la autovía a la altura del pueblo en vez en el pantano. Así, los conductores que estén encabronados pueden parar a tomar una copichuela en alguno de los tres putis que hay a pie de asfalto (en 2008 se calculó que había una prostituta por cada 40 habitantes).  

Tras media hora de atasco, con treinta y pico grados subiendo, agua calentorra y coches en paralelo zumbando remixes de Yandel, Wisin y basura por el estilo, logramos llegar al desvío que conduce a Robledo de Chavela. La marabunta siguió su obcecada procesión hacia el Pantano de San Juan. El tramo de la M-512 que va de Navas a Robledo es hermoso en primavera. La humedad tapiza con hierba el monte bajo de pinos, encinas, jaras y espliego que prolifera en las laderas de la Sierra Oeste. De Robledo a Valdemaqueda la cosa cambia. El devastador incendio intencionado que en 2012 asedió a ambas poblaciones, reconfiguró fatalmente el paisaje... de armoniosa broza y matojo al abrupto panorama que presentaría el decorado de un western apocalíptico. Y, a pesar del desastre, el pueblo sigue siendo coqueto y genuino... con sus villas ruinosas, chalets de fin de semana y viejos curtidos por el resol, la galerna y algún que otro chato a deshora. 
Antes de dirigirnos al idílico puente, paramos a tomar una birra en el pueblo. No hay mucho donde elegir... la oferta no es limitada, es excepcional. La plaza de España, que antes sería la del Generalísimo, no puede ser más desoladora. Un pueblo serrano no merece a un alcalde (sea del partido político que sea), que encarga construir un ayuntamiento tan marcial y marciano.  Allí echamos ancla, en el bar desde cuya terraza resulta inevitable divisar el bunker consistorial, rodeado de montañas semicalcinadas, que sólo invitan a ver "Las colinas tienen ojos". Supongo que en el pueblo el bar es conocido como el bar de la plaza, el bar de Paco o Antonio o Juan o, por su nombre auténtico: Bar Export; pero el caso es que el único nombre que puede leerse es: "Tolcip toldos canalones 918508545".

Bar rústico, anacrónico, antierótico. Como cualquier bar de pueblo que tenemos en mente... con símbolos nacionales para confirmar y reafirmar que no
estamos en Burundi y un calendario del 2015 regalo de la carnicería que suministra longanizas al negocio. En definitiva, tasca intrascendente si no fuera porque sentarse en la plaza de un pueblo y observar el devenir paralítico de la vida aldeana siempre es gratificante. No hablo de entomología, de observar a los lugareños con condescendiente curiosidad, como si fuesen insectos clavados con alfileres en un album; sino de simple amnesia transitoria, de olvidar, por un rato, que existen internet, el estado islámico, la agencia tributaria y las ocho horas (en el mejor de los casos) de asqueroso trabajo que empiezan el lunes. 

Tras la cerveza fría, unas papas meneadas flojas de pimentón que nos pusieron de aperitivo y la meada de rigor en la letrina, montamos de nuevo en el coche para recorrer los tres kilómetros que separan la población del puente Mocha. La pista de tierra discurre en paralelo al arroyo de las Chorreras. Los campos verdean aún... las flores, insolentes, tiñen los prados con brochazos de huevos fritos, los insectos trabajan en maderas podridas, los toros montan a las vacas y el aire no huele a rebozado y fuel. Incluso si las dehesas estuvieran abrasadas, serían preferibles a José Abascal en hora punta o a Montecarmelo a cualquier hora. Sería cuestión de tiempo que, bajo las ascuas, acabase germinando de nuevo la vida. Del deteriorado asfalto de la capital sólo podría emerger el pene necrosado de Villar Mir en forma de rascacielos.
Estoy hasta la polla de Madrid, mi querida ciudad. Algún día la dejaré o me dejará ella a mí.

Arnyfront78

lunes, 18 de mayo de 2015

Cervecería Juanito

C/Martinez Izquierdo, 20
Cerrado



Los bares, al igual que las personas, mueren. Pueden morir jóvenes, cargados de expectativas malogradas por el azar, como la fatalidad de un motero postrado junto a un guardarrail y un jabali temerario o padecer las consecuencias de malas decisiones, como los programas que han tenido a Pilar Rubio de presentadora. También mueren provectos, deshauciados por el olvido o víctimas de un fatum inexorable: la falta de clientes o la jubilación de sus propietarios sin descendencia que se haga cargo del negocio. Ésta última es la razón de que el pasado sábado 20 de diciembre, el Bar Juanito abriera y cerrara sus puertas por última vez en el barrio de La Guindalera. Lo descubrimos mi chica y yo hace cuatro años; cuando de tanto ir a buscarla a su casa de la calle Cartagena me quedé a vivir con ella. Viviamos a la vuelta de la esquina y exhibíamos nuestro ardor amoroso por todos los bares de la barriada. 

El sitio no llamaba la atención. No había neones, ni carteles llamativos que invitasen a entrar; ni tan siquiera estimulos canallas para los que vamos de taberna en taberna intentanto olvidar que existe la calle. Era un sitio aparentemente anodino, estrecho como un FEVE y decorado como un mesón manchego anexo a una estación de servicio: ni muy de pueblo, ni muy de la autovía, ni muy de ningún sitio. Pero, con sólo probar la tapa que nos pusieron, una ensaladilla rusa como la que llevaba mi yaya María al Parque Sindical, fuimos conscientes de que tras los fogones no había un artista, sino algo mucho más consistente: un artesano. Ese hombre era y es Juanito (porque se ha jubilado, no la ha diñado), el artífice de una tortilla mayúscula, de un bacalao con tomate cuyas lascas brillaban a través de la vitrina, de guisos con salsas oscuras y densas como la brea... de platos, todos ellos, populares, característicos de nuestra gastronomía, pero no por ello menos suculentos y complejos que los floridos engendros que salen de las cocinas más vanguardistas de la ciudad. No es fácil ejecutar un buen arroz, unas fabes antológicas o un rabo de toro con el que trincarse un litro de vino. Cuando sales a comer y purebas las mierdas que hay por ahí te das cuenta de que la cocina tradicional está convaleciente, de que a menudo la oferta oscila entre los fakes con paellas de microhondas y las innovaciones prescindibles por fatuas. 

 
Juanito guisoteaba en su laboratorio, a vista de todos, con la paciencia  y sabiduría que confieren un temperamento introspectivo y décadas pelando, cortando, removiendo y soplando para no quemarse, antes de catar el resultado de innumerables horas consumidas por el fuego. Seis días a la semana, durante veinticinco años dan para perfeccionar una cocina que, por desgracia, ya no podremos disfrutar en su momento álgido. ¿A dónde va todo ese saber?... pues inevitablemente desaparece, se disipa al carecer de herederos que asuman el legado. Es la absurda paradoja de una vida laboral irracional que desaprovecha la experiencia adquirida.
Dos días antes de dicho óbito, mi brother PQ y yo nos pasamos por allí para desayunar ese excelso pincho de tortilla paisana que tan bien entra cuando sólo trabajas ocho días al año. Se había convertido en una tradición, seguramente más importante que la cena de Navidad con la familia... dos colegas, dos botijos, un almuerzo generoso y un lugar en el que a la gente se la escuchaba sin ser oída. Desconocíamos el inminente harakiri de un negocio tan asentado en el vecindario, aunque fuese de esperar dada la edad otoñal del matrimonio. Solemos dar por hecho que las personas de nuestro entorno o con las que nos relacionamos van a estar ahí per saecula saeculorum, realizando los mismos quehaceres de siempre, inalterables al paso del tiempo. No sabemos leer las arrugas de la piel, resulta un braille demasiado doloroso. Pero ese día llega y, ¿qué hace uno a la mañana siguiente?... eso se preguntaba con lágrimas contenidas la Juanita (lo siento pero es que no sé como se llama esa estupenda mujer), la simpática, dicharachera y entrañable camarera y compañera de adversidades del maestro; tan responsable como él de haber convertido un discreto bar en una acogedora sala de estar. 


Las vecinas, desayunando porras por penúltima vez, trataban de animarla enumerando cientos, miles de actividades que uno puede hacer cuando se jubila. Pero ella, enrocada en la tristeza de dar fin a un libro demasiado largo como para recordar otras lecturas, parecía incapaz de plantearse cómo arrancar de cero sin la fuerza necesaria para descubrir placeres ignorados. Dirán que es cuestión de tiempo, de adaptarse a una libertad dorada, de poner tierra de por medio y viajar a Benidorm junto a octogenarios moribundos que, con su estado físico y mental, anuncian lo que está por venir... no sé... no creo que sea tan fácil.  En cualquier caso, si os aburrís en casa y decidís que es mejor volver a hacer bocatas, poner cortados y contar vueltas, antes que ver desde el sofá de casa la muerte por sobredosis de Belén Esteban, hacednos  saber a los interesados dónde y cuándo. Allí estaremos. 
La primera acepción  que da la RAE de la palabra "generosidad" es: "inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés". Pues eso... muchas gracias por ese esfuerzo que supone toda una vida.

Arnyfront78

    

lunes, 4 de mayo de 2015

Malaspina

C/ de Cádiz, 9
Metro: Sol (líneas 1, 2 y 3)
Botellín: 1,50 (mahou)
Grifo de Mahou
Tapas: canapés, tortilla de patata con lacón y queso, croquetas de jamón con patatas paja, chorizo...
Especialidades: tosta Malaspina (lacón, queso, tomate, orégano y pimentón), huevos estrellados con jamón, pisto manchego con huevo, calamares a la romana, pimientos del piquillo (rellenos de bacalao o carne), carne asada en su jugo, tortilla de patata con lacón y queso, patatas bravas, pimientos de Padrón, lacón a la gallega, queso de oveja, jamón ibérico...





Poner nombre a un local, en general, y a un bar, en particular, es todo un desafío. Los hay tradicionales, que apuestan por homenajearse a sí mismos con nombre o apellido  (Bar Garcia, La Esquinita de Ataulfo, Los Molletes de Montse...).  Todo un gesto de humildad e imaginación. También es habitual tirar de gentilicio (El Mañico, La Peña Soriana, Entre Cáceres y Badajoz...), en honor a la tierra que uno tanto ama desde la distancia. 

Luego están los ingeniosos (Latina Turner, El Triángulo de las Verduras, A Tomar por Copas, Tasca-gao...) y los imposibles (Bar Fritanga, Venta la Cagá, Bar Márchese o Restaurante El Quinto Coño). Menos frecuente es bautizar un bar con referencias eruditas que exigen un mínimo de conocimientos para entender el guiño. Nombres de escritores, científicos, monarcas, tratados internacionales o términos teológicos... sólo tienen sentido si son consecuencia de su ubicación (llamarla Cervecería Quevedo porque está en la Glorieta de Quevedo), o del oportunismo (Lounge-bar Ortega y Gasset porque el insigne filósofo compraba allí huevos cuando el local era una pollería). Si estas no son las razones, lo más probable es que sea un homenaje sin sentido fruto de pulsiones pedantillas.

El por qué de que la Taberna Malaspina esté inequivocamente erigida en loor del noble de origen napolitano que, como brigadier de la Real Armada, promovió una homérica expedición a finales del siglo XVIII a través de las posesiones españolas en el Pacífico, es una incógnita por desvelar. Sobre todo porque no es una pomposa cafetería con tertulia literaria, sino una tasca relativamente joven, decorada al uso de las viejas cavas valle-inclanescas en la que no hay más referencias culturales que las que se pueden leer en la carta de combinados. La gente no pide fragole al cioccolato con una botellita de Veen Velvet porque no las hay. Allí se estilan los cubos de sangría, las patatas bravas, la paletilla de jamón posibérico, la manga ancha con el White Label y una fregona super absorbente para recoger las cosas que caen fuera del inodoro. 

Nos gusta esta cripta artificial, sombreada con la luz justa para no hostiarse en sus angosturas. Me sugiere el tipo de bar que yo montaría si quisiese poner uno. Es, sin duda, un fake para que los guiris se dejen la panoja, fascinados por la constatación de un imaginario forjado a base de estulticia y malas guías de viajes que se empeña en delinear una España legendaria de toreros con un testículo, paellas fluorescentes y putas con entrecejo. Con La Soberbia comparte lazos estéticos, propósitos deshonestos y una estudiada apuesta por armonizar el turismo de masas con la cañita de media tarde de un madrileño con sed. 

Al menos, está bien hecho; es un buen camelo. No todos los bares de la zona pueden decir lo mismo. Los relaciones públicas argentinos, mercenarios de negocios impresentables, apostados en las esquinas de la Plaza de Santa Ana, al acecho de guiris cual prostitutas a fin de mes, podrán camelar a 50 hooligans del Aston Villa sedientos de espuma y herpes, con copromenús de grupo, chupitos de Pato WC y un fin de fiesta a base de puñetazos, pero la mayoría de nuestros conciudadanos busca planes menos convulsos. En Malaspina se está a gusto cuando hay bajamar de fuckin´ brits y de histéricas colegialas francesas con el vestíbulo vulvar chorreante como las cuevas del Drach. 

Cuando el sobresaliente decorado induce a un respetuoso armisticio entre los presentes cabe incluso un "padre nuestro" de los de antes. Es verdad que la cocina no es nada del otro mundo... que las raciones no dejan más huella que la de una digestión abrasiva, pero nada es gratis en este Madrid de "Toma el dinero y corre" en el que si no engañas es que te están engañando.

En fin... aperitivos sin pegatina de biohazard, camareros adecuados para servir huevos rotos con chistorra y una terraza desde la que se puede advertir como el orín que fermenta en los recovecos y portales de la calle Cadiz marinan la farra de una ciudad sin olimpiadas que se ha especializado en organizar FITURES y maratones sodomitas.


Arnyfront78

lunes, 6 de abril de 2015

O´Potiño III (Casa Lelo)

C/ Conde Duque, 30
Metro: Ventura Rodriguez (línea 3)
Botellín: 1,30 (Amstel)
Caña: 1,30 (Amstel)
Tapas: paella, aceitunas, papas fritas, canapés, chorizo, torreznos, lacón...
Especialidades: entrecot, merluza con almejas, pulpo a feira, lacón a la gallega, empanada, huevos rotos O´Potiño (con jamón y pimientos de Padrón), almejas a la marinera, croquetas, lubina y dorada a la espalda, chuletas de cordero, huevos rotos con picadillo o morcilla, pimientos de Padrón, oreja a la plancha...




A veces menos es más... sobre todo en galleguismo. Cuando viajas a Galicia, a esas parroquias de la Ribera Sacra o de A Terra Chá veladas por la niebla y entras a tomar un quinto (no un botellín) en un apartadero del camino, comprendes al instante que los bares gallegos de Madrid suelen ser decorados tan fraudulentos como los restaurantes chinos de cartón a los que pedimos take-away cuando viene a cenar a casa alguien al que no queremos lo suficiente. 

La economía de medios de esas pequeñas cantinas que sirven de abrevadero, comedor, casino e incluso de templo para ateos ávidos de confesión, revela el carácter continente y singular de los paisanos de esa fascinante tierra. Nada que ver con los excesos folclóricos de la capital. Entre bufandas del Depor, pimientos de Padrón hilvanados en guirnaldas, vieiras peregrinas y fotos del Pazo de Meirás, me encuentro abrumado. Hay mesones tan delirante que, en su afán desaforado por acreditar su identidad gallega, sólo les queda que un botafumeiro del que penda un relicario con muestras de alijos incautados a Los Charlines, junto al último mechón de Carlos Nuñez y un forúnculo de Cela, inciense el pulpo a feira de los comensales. 

En esa absurda carrera por ser el epítome del interiorismo aldeano en Madrid, no participa Casa Lelo. Lo único recargado que tiene este sobrio figón, más bar que mesón, es el nombre. Si pones un número detrás de Casa Lelo parece un resultado del grupo 1 de la tercera división de futbol. Está situado frente a la entrada del Cuartel del Conde-Duque (ese antiguo acantonamiento de las Reales Guardias de Corps convertido en centro cultural), a escasos metros de la Plaza de las Comendadoras y a cinco minutos andando de la Plaza de España. Creo que su ubicación en este área súbitamente elitista ha influido sobremanera a la hora de decidir el tono del bar; a la hora de renunciar a ofrendas provincianas demasiado horteras para el siglo XXI. No tanto porque esté céntrico como por la uniformidad estética que impone el sionismo gentrificador. En apenas un lustro, el barrio se ha convertido en el reducto más pijo de la falsa bohemia madrileña, el de aquellos a los que incomoda que en Malasaña, paradigma de la afectación paisajística, aún queden abiertos talleres mecánicos y pollerías; de la misma forma que en el barrio de Salamanca incomoda que los mendigos sobrevivan al invierno. 

¿Qué puede hacer un galleguiño inmerso en un barrio que en muy pocos años ha pasado de la oreja a la plancha a las cupcakes de tres pisos, sino adaptarse?. "La adaptación del sujeto a un entorno cambiante"... diría la psicología evolutiva. La Calle Conde Duque, por ende, obliga a reinventarse constantemente... como hace Panic vendiendo hogazas de masa madre que chiflan a los naturistas estreñidos a pesar de que saben a achicoria fermentada... como hace Crumb con sus sandwiches repipis... como hacen la galerías que exponen ausencias y como las decenas de sofisticadas cafeterías que, de tanto pensar en sí mismas, se han empezado a reproducir por partenogénesis. Como decía una divertida pintada borrada casi al instante... "harto de los que se hacen los tristeresantes". 


El local en sí no tiene mucha personalidad. Es amplio, confortable, diáfano, limpio... parece un cuarentón o cuarentona en prefase de ajamiento que lucha contra lo inevitable vistiéndose lo mejor posible. Como sí la higiene y el esmero fuesen el mejor antiaging. No es mal sitio para tomar cañas sobre los toneles que hay dispersos frente a la barra. El aperitivo no es muy allá... unas olivas escoltadas por papas fritas, canapeses bien trazados o paellas desafortunadas. El fuerte de O´Potiño III es, sin duda, el mantel puesto... enfrentarse a las raciones y platos que salen humeantes de cocina (la ternera gallega, el pulpo, la merluza, las filloas...). ¿Es el mejor restaurante gallego de Madrid?... evidentemente, no lo es; pero tiene muy buena relación calidad-precio (entre 20 y 30€ por cabeza) y eso ha ido calando entre los visitantes que así lo apostillan en sus críticas internaúticas. Sobre todo destacan la idoneidad del sitio para comidas/ cenas de grupos. Damos fé que el viernes previo a las Navidades, estaba atestado de comidas de empresa, cuadrillas de amigos y conciliábulos varios, desfasando cual jaurías sentenciadas a muerte. No hay juerga más impúdica y destructiva que la de los honorables ciudadanos que salen una vez al año a disfrutar de una libertad a la que hace tiempo renunciaron. 

 Eran las siete de la tarde y casi todo el mundo había perdido los papeles hacía horas. Las chaquetas bien plachadas, los perfumes embriagadores, los peinados perfectamente compuestos y los modales decorosos habían dado paso, a camisas estriadas, sudores gelatinosos, alientos destilados y una actitud grosera, redimida por la ingesta de ese suero de la verdad que es el alcohol, inequívoco revelador de la naturaleza violenta y mezquina de los hombres a los que llamamos "de bien". Y aunque seamos fedatarios de la mugre, testigos de cargo de los peores instintos, nos retiramos de allí discretamente, dejando sitio a los esputos, los cantes eufóricos, los requiebros turbios, las amistades eternas mientras dure la embriaguez, los reproches que no se hacen sobrio y las tarjetas de crédito que resuelven cualquier impedimento.
Volveremos, sin duda. No abundan los sitios con ph neutro.

Arnyfront78

miércoles, 25 de marzo de 2015

Soleá (Discoteca Copérnico)

C/ Fernández de los Ríos, 67
Metro: Mocloa (líneas 3 y 6)




Recientemente, nuestra madre putativa Reyes (la única compañera de clase aceptada por el arbitrario, machista e implacable kanun no escrito por el que se regía la camorra del 78 de un colegio de barrio), y mi compadre de travesías guadarrameras, Jabuchi, tuvieron la brillante y desconcertante idea de reunir a los excombatientes de aquella extravagante camada marcada por el croar insectívoro de La Sapo, por el humus orgánico que vivía en el jersey de Torremocha, por la abyecta frialdad de Matilde y por los juicios sumarios de verbos a los que nos sometía aquel tarado filonazi llamado Don José. 

Siempre odié el colegio... madrugar, combatir el sueño entre ecuaciones y derivadas, soportar el frío que emitían aquellos radiadores apagados,  jugar en un patio estabulado, el opresivo tufo de adolescentes que no se duchaban, la presión de los exámenes, pasillos que podían haber conducido a las duchas de Mauthausen, váteres que en el mejor de los casos olían a esmegma y en el peor a diarrea de moribundo y una docencia mediocre, impartida por profesores bienintencionados que pensaban que con paternalismo y entusiasmo serían capaces de compensar su falta de talento y erudición. Lo poco que he aprendido y olvidado durante estos treinta y siete años no ha sido gracias a la escuela. Viví aquellos años con cierta indolencia; consciente de que lo único productivo que podría sacar de allí serían buenos amigos. Y así ha sido. Diecinueve años después de haber dejado aquella cochiquera, aún conservo a mi flanco un ejército irregular de truhanes, artistas de la madrugada, pirómanos de la palabra y algún que otro padre de familia resignado, de los que me siento orgulloso. 

Pero hay muchos otros titanes y no titanes que remaron hacia otro rumbo; compañeros de fechorías a los que la vida ha ido alejando. La idea de un reencuentro con algunos de ellos, casi dos décadas después, resultaba, cuanto menos, inquietante. Treinta y siete años no es una edad decrépita, pero sí marchita. A nadie le gusta descubrir que aquel culo idealizado, en su albur perfecto, reaparece ahora como un arcón inabarcable de chacinas. Pero también reconforta (un poco) ver que los demás no andan mucho mejor que el tipo del espejo.
El lugar elegido para el sarao se llama La Soleá. Dicho garito (apéndice atrofiado de la Sala Copérnico y otrora discoteca de tercera de la jincho-marcha de la época: el Twin Madriz), fue nuestro moridero de referencia durante los fines de semana de un COU extenuante. 

Ya entonces me incomodaba compartir espacio con macoys con sudaderas de Bones, pimpines con la banderita de España y lolailas noventeras que a las nueve olían a coco y a las doce a pota, bailando el venao con un peloti de vodka y Cacaolat en una mano y una bolsa con Mitsubishis en la otra. Además siempre acababan echando a alguien por volcar botellas, por echar lapos en cubatas ajenos o por entrar en el váter de pibas con un gorro de papá Noel pendiendo del mástil de la verga. Afortunadamente aquella época entrañable y gutural se fue disipando entre deserciones y excesos que conducen al colapso. Casi veinte años después me encuentro con un haz de recuerdos ingobernables, con no más de diez amigos (hermanos) con los que he pasado más tiempo que con mi propia familia y conocidos con los que compartí mi infancia que ahora se cruzan de acera para evitar saludar. No echo de menos aquellos años. Demasiada energía sin control.


La quedada fue un sábado a la hora de comer. Una hora antes, partimos de Puerta del Ángel con litros en la mano y la firme determinación de ser tan generosos en la embriaguez como lo fuimos con los motes, las collejas, las pellas y con algún que otro secuestro perpetrado en la guarida de 1ºC. Tras recoger por el camino a Big Emilio, el único de entre nosotros capaz de quebrar un buffet libre, llegamos a la puerta de un local artificioso. En internet se venden como "organizadores de eventos con encanto y a medida". De la carta dicen que está compuesta por "platos con mucho arte y bebidas muy flamencas". Las respuestas que dan los clientes que han pasado por allí son realmente poéticas: "Vergonzoso" , "cutre todo", "timadores", "penoso", "...así poco van a durar", "Lamentable", "no merece que nadie se gaste ni un euro en esa cutrada... ESTAFA TOTAL!" (fuente Tripadvisor).
La decoración es de showroom embargado por la agencia tributaria... leds ocasionales, customizaciones rocieras, una puerta automática como la del centro de salud al que va mi abuela e incluso un photocall con referencias béticas ideal para que pose Falete anunciando Obegrass.  


El servicio... pues qué voy a decir de chicas que seguramente currarán por un sueldo miserable... demasiado bien para lo funesto del sitio. El menú de 30€ constaba de: barra libre de cerveza sin presión, barra libre de refrescos sin burbujas... De entrantes... fritanga de pescado, langostinos con Hemoal y una ensalada para gusanos de seda. De segundo... a elegir... entrecot con anorexia, palomitas de carne a las que llaman solomillo o un filete de bacalao de la Sirena. Los postres... caseros, caseros. Por eso nadie los tocó. La sobremesa la presidió un copazo (en mi caso fueron tres). Fue, sin duda, el cenit de la velada. Y digo velada aunque fuese al mediodía porque nos relegaron a una tenue mazmorra, a una morgue destemplada que olía como si se estuviera descomponiendo el cadáver de un rapero jarto de fabada. 

La mesa... de almuerzo medieval, separaba a compañeros y compañeras, a hombres de acción y de razón, a pobres y pobres de solemnidad, a viejos cofrades y absolutos desconocidos. Debe ser que ha pasado bastante tiempo y que mi memoria es una mierda porque había gente que no sé quién coño era. ¿Compañeros de otras clases, polizones, figurantes, tengo alzheimer...? ¿Qué más da?... el caso es que fluyó la priba, los ojos se ensangrentaron, hubo incluso quien pilló farla y las palabras empezaron a manar a borbotones. Nos contamos lo jodido que estamos en los curros, lo putas que son las ex, compartimos métodos para frenar la calvicie y nos seguimos preguntando quién o quienes ataron a Isaac a aquella verja. Hay incluso quien compartió su entusiasmo por el reencuentro atascando el váter con parte del menú. Y a pesar de las ausencias significativas... de que faltaron grandes pelotas, cabrones de armas tomar, promesas eméritas del deporte, mitos del erotismo hirsuto, vendedores de viento, chandalistas con aceite de coche en el pelo, criadores de ladillas y futuros presidiarios..., se pasó bien, no hubo exaltaciones ridículas de amistad eterna. El tono fue distendido, reconfortante, como un jab sin fuerza, previo a una combinación de golpes más certeros... propio de chavales que han dejado de serlo, en plena toma de conciencia de responsabilidades correlativas a la edad. Una edad confusa. 

Según iba oscureciendo, dentro y fuera del garito, la gente abandonaba el barco con el móvil cargado de fotos memorables. Nos quedamos los de siempre, los Peter Panes sin Nunca Jamás, las ratas con agujetas en el hígado que no renuncian a ver amanecer un nuevo día menos, sin un pavo en el bolsillo y con las fuerzas justas para llegar reptando a casa.
Creo que si esto vuelve a celebrarse dentro de una década vamos a reírnos más. Cuando nuestros hijos ya no pisen por casa, nos hayamos divorciado por tercera vez, sepamos a ciencia cierta que no vamos a cobrar pensión alguna y la próstata empiece a adquirir el tamaño de papayas caribeñas, estaremos más relajados y ebrios. Eso sí... mejor que un tapeo en La Soleá, un aquelarre a pleno sol.

Arnyfront78 

sábado, 28 de febrero de 2015

Nueva Galicia

C/ de la Cruz, 6
Metro: Sol (líneas 1, 2 y 3) y Sevilla (línea 2)
Botellín: 1,30 (Mahou)
Caña: 1,30 (San Miguel)
Tapas: jamón serrano, aceitunas, lacón, tortilla, cacahués, engrudos extraños...
Especialidades: Lacón, pimientos de Padrón, bravas, empanada, alitas, callos, albóndigas, calamares, bocadillos, platos combinados...
Menú del día por 9€


Tengo ya unos cuantos años  y buena parte de ellos los he consumido acodado en barras mugrientas. Creía que había visto todo tipo de antros, brebajes, comistrajos y situaciones grotescas, pero no es así. Recientemente hemos vuelto a uno de los bares más costroso y deplorable de la ciudad, el Nueva Galicia. 

Encima fuimos acompañados por una amiga franco-española que no daba crédito a nuestras querencias insanas. El bar suele estar lleno, así que resulta difícil explicar a alguien allende fronteras, por qué los bares infectos y corruptos son consustanciales a la turbia cultura madrileña. En la visita anterior, un camarero con uñas como navajas suizas rellenas de restos negros parecidos al caviar nos cortó unas lonchas de paletilla rancia que sabían a goteras de cisterna. Un aperitivo, sin duda, mejorable, pero al menos definible. Lo de esta vez sobrepasa lo denunciable para decaer en lo humorístico. Juzgad vosotros mismos... el plato fue fotografiado tal y como lo trajeron y así quedo en la mesa. 

¿Qué es?... supongo que todos hemos dejado algo así, a las seis de la mañana, entre los coches aparcados junto a una discoteca que está cerrando. Jamás me habían puesto nada parecido. A mi chica tampoco. A su amiga tampoco. ¿En qué está pensando un cocinero que hace algo así y un camarero/a que lo sirve?... supongo que en nada bueno. Debieron creer que somos cuadrúpedos. También nos podrían haber preparado un rincón con arena por si nos daba por excretar.  


Ante un aperitivo tan mucilaginoso caben dos opciones: ir a los juzgados de Plaza Castilla con la plasta en un take-away para que la envien a toxicología o bien, tomárselo a joda y volver otro día para ver si el siguiente aperitivo supera al anterior. Mejor reirse, ¿no?. Al fin y al cabo pasamos un buen rato. También lo pasaba bien una cuadrilla de adolescentes de cuarenta años que, cubatazo en ristre (las célebres jarras champion a 5€ cargadas hasta la mitad con zyklon B) se asperjaban unos a otros al hablar con gotas de priba. Buenos chavales... algo frikis, algo feos y algo pedorros... informáticos seguro. Teorizaban con convicción sobre cómo se debe entrar a las pibas, sobre lo que quieren (la seguridad que aporta el dinero) y la clase de tíos que les gustan (por supuesto... hombres como ellos). 

Escuchándoles lo único que me quedaba claro es que llevaban sin follar lustros y que cuando lo han hecho ha sido con un datáfono de por medio. Otros días están los que se han dado de hostias con medio Madrid sin tener un rasguño en la cara y los que ganan tanta pasta que se van al váter cuando el camarero trae la cuenta... inseguridades y complejos "on fire" con la tercera copa. 


La gran familia que regentó durante 27 años el bar ha traspasado el negocio a otra gente. Salvo por la citada bazofia de aperitivo, todo parece igual... el cartel de la tarde en que Avispado desangró a Paquirri en Pozoblanco, la foto de la selección de futbol con las caras de los jugadores desfiguradas por la grasa, mesas sin sillas, sillas sin mesas, manteles con bujeros y ese agrio olor a rancio resultado de la letal combinación de comida caducada, sudor de machos ungulados y mala ventilación. En definitiva, es lo más parecido a una vieja y sucia tasca portuguesa, perdida en las fascinantes tierras del Alentejo, con algún toque del exotismo romaní de Kusturica. 



 Nada que la juventud madrileña más canalla y divertida no asuma como parte de su adn. "Todo lo interesante ocurre en la sombra" afirma Ferdinand Bardamu, proscrito entre sus congéneres. 
De Galicia... ni rastro.

Arnyfront78

martes, 17 de febrero de 2015

La Fueya (La Hoja)

C/ Doctor Castelo, 48
Metro: Ibiza (línea 9) o O´Donnell (línea 6)
Caña (no hay botellín): 1,50€ (Mahou)
Tapas: Fabes con pitu de caleya, marmitako, empanada, tortilla...
Especialidades: Fabada asturiana, corzo estofado, pitu de caleya, cabrales, pulpo con cachelos, pastel de cabracho, rabo de toro, guiso de jabalí, pimientos rellenos de chipirón, chorizo a la sidra, callos, filetes de venado adobados, boletus con foie, pote asturiano, fabes con almejas, solomillo al cabrales, verdinas con langosta, bacalao al pilpil, sinfonía de setas con foie, revuelto de oricios y gambas, carne roja de buey, puntas de solomillo con setas, rape a la sidra, mollejas de cordero a la plancha con ajo y perejil, merluza a la sidra con almejas y gambas, escalopines con papas, arroz con leche caramelizado, crema de manzana, leche frita al Chinchón...





Entre las calles Doctor Castelo, Ibiza y Menorca se pueden encontrar más restaurantes asturianos que en todo el concejo de Xixón (¡puxa Asturies!). No son como algunos cutrebares presuntamente astures que hay en la periferia de Madrid que, durante la crisis, han traspasado el negocio a "astulianos" de Nanjing, que lo mismo te hacen chorizos a la sidra del Gaitero como arroz con leche desnatada. 

No, los de Retiro son asturianos consistentes y convincentes... de los de cachopos que parecen chupas de North Face, fabadas con más compango que fabes y salsas de cabrales que impregnan con un olor tan penetrante como el que dejaba en mis dedos una gorgona medio loca del barrio del Pilar a la que frecuentaba los días de ayuno. El Couzapín, el Carlos Tartiere, Casa Portal, Santa Olaya... están bien, pero si vamos en serio hay que acabar en La Fueya. 
Tiene probablemente la mejor fabada de Madrid, de esas que uno disfruta en cualquier sidrería del Principado, extraviada en el laberinto de carreteras que conducen a pequeñas parroquias, pero que aquí, en la capital, cuesta encontrar. 


El arroz con leche, las verdinas con langosta y el resto de platos incluidos en su extensa carta están elaborados por cocineros que saben lo que hacen. También sorprende que un restaurante con reputación contrastada y alta ocupación se preocupe de cuidar la barra. Es costumbre de los buenos restaurantes descuidar el bar, convertirlo en una zona de tránsito y espera para entretener a los comensales antes de pasar al comedor; sin embargo, en La Fueya, el bar es lo suficientemente tentador como para frecuentarlo sin necesidad de sentarse a yantar. La caña está bien tirada y el aperitivo es coqueto. Suele constar de un cuenco con el guiso del día o bien, de empanada , tortilla o cualquier otro picoteo a la altura del nivel exigido. 

El espacio en barra no es muy amplio debido a que han acoplado alguna que otra mesa que lo estrecha, pero aún así se está a gusto. Eso sí, han jodido la fachada (que antes era del color de la madera con la que está revestida), pintándola de un verde crema de verduras como si fuese un pub de Mullingar. Y aunque no entiendo la decoración elegida (simulando el pabellón de caza de un aristócrata ruso daltónico), hay que reconocer que funciona. La madera siempre es acogedora, induce a un silencio solemne, ajusta las voces a susurros. Cuando traspasas el quicio de la puerta tienes la inmediata sensación de que el volumen ha bajado varios tonos, como cuando entrabas en un cine de la Gran Vía o en un puti de los aledaños de la Castellana. 

Por allí, a pie de obra (en La Fueya, no en el puti), suele estar Don Francisco Rodriguez, el propietario, con su fino bigote de galán del cine mudo o de falangista amanerado, acompañando al comedor a pijos flácidos, doñas sin verso, amantes del regüeldo y, en general, a miembros y membrios de una clase social más alta que media, con más miedo a que baje el Ibex que a padecer cáncer.  

La fauna la da el barrio... un barrio atrofiado. La mayoría de esos comensales (habituales de la casa) que saludan a Don Francisco y a la experta plantilla de camareros con una mezcla de gratitud sincera por los manjares disponibles y de complacencia clasista (la del señor feudal para con sus vasallos, en este caso para con su tabernero predilecto), no tienen problema en pagar los 50€ mínimo que cuesta pedir a la carta. ¿Abusivo?... puede que sí. ¿Decepcionante?... no. Sin duda merece la pena si puedes pagarlo. 

Si no puedes permitírtelo, como yo... pues una lata del Litoral al baño maría, algo de imaginación, mucho de resignación cristiana y un buen cuesco proletario dedicado a los presentes. 

Arnyfront78

Datos personales

Madrid, Madrid
Vuelve la afamada fórmula de alcohoy y literatura como guía chusca del Madrid contemporáneo